Julián Morante gestiona, desde hace 25 años, el refugio de montaña Vegabaño, donde junto a su familia vive en contacto con la naturaleza y con temperaturas de hasta -36º
C.C.P. 15/07/2012
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Julián y Nuria junto a sus dos hijos, Vega
y Dobra Ibai, en su refugio de Picos. (Foto: E. Margareto)
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“Dicen que esto es el fin del mundo, pero para mí es el principio…”. Quien lo asegura es Dobra Ibai, un pequeño de cinco años, aludiendo a la Patagonia en uno de los viajes que allí ha realizado, pero bien podría referirse a la que es su casa todos los días, en el extremo noreste de la provincia de León. Él, junto a su hermana pequeña Vega, de tres años, y sus padres Julián y Nuria, son los únicos habitantes del refugio de montaña Vegabaño, un enclave privilegiado ubicado en la majada homónima, que da acceso al macizo occidental de los Picos de Europa.
Para alcanzar el refugio, es necesario dejar el coche en la localidad próxima de Soto de Sajambre, una de las escasas poblaciones cuyos habitantes tienen la fortuna de vivir dentro de un Parque Nacional. Desde sus 925 metros de altitud, el acceso a la majada, con un desnivel de 400 metros más, requiere atravesar un imponente bosque de hayas ascendiendo en paralelo al río Agüera.
Casi diez kilómetros después (o cinco, si se ha optado por el camino más directo), el tupido hayedo rodeado de montañas deja paso a una inmensa pradera, salpicada de forma esporádica con casetas utilizadas por los pastores para resguardarse mientras cuidaban el ganado. Al fondo, solitario, el refugio Vegabaño aguarda la llegada de montañeros, senderistas y excursionistas dispuestos a dejarse maravillar por el entorno, a emprender la difícil ascensión por la pared sur a la Peña Santa de Castilla (2.596 metros), a conquistar cumbres como Canto Cabronero o Peña Beza (con 1.998 y 1.958 metros de altitud respectivamente) o a ascender por las más accesibles Pico Jario (1.914) o La Cotorra de Escobaño (1.518).
El refugio fue construido en los años 60 por Claudio Díaz, que lo donó a la Diputación Provincial de León antes de que ésta lo cediera a la Federación Española Deportes de Montaña y Escalada. En los últimos 25 años, Julián Morante ha sido quien ha gestionado las instalaciones, en una aventura a la que se sumó en 1996 su pareja, Nuria Ibáñez, y que ya comparten con los hijos de ambos, Dobra Ibai y Vega.
“Yo siempre he dicho que Julián y Nuria son como Tarzán y Jane”, apunta a Ical Antonio Mendoza, que compatibiliza su labor como alcalde de Oseja de Sajambre con su trabajo como guarda del Parque Nacional. “No es raro verles bañándose en el río como si nada cuando tú estás arrecido con temperaturas bajo cero”, continúa.
Lo que antaño fue una zona de acampada libre, con centenares de coches y autobuses aparcados en la misma majada (en los 80 se llegó a debatir la posibilidad de ubicar allí un campamento internacional, con barracones, baños y cafetería, pero el pueblo se opuso confiando en un futuro ganadero), ahora es un reducto de silencio y armonía apenas roto por los ladridos de Calcetines, un cariñoso pastor caucásico que sus antiguos dueños abandonaron, y que ahora vigila el refugio y alerta ante la llegada de visitantes. Dentro, la familia nos da la bienvenida con una sonrisa.
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Julián con Dobra Ibai, el pasado invierno en el refugio
de montaña de Vegabaño. (Foto: Julián Morante / Ical) |
Libertad en la naturaleza
Nacido en Lario, en pleno Puerto de Tarna, un paso de montaña a 1.492 metros que une las provincias de León y Asturias atravesando de sur a noreste la Cordillera Cantábrica, Julián siempre tuvo claro su sueño: “Quería andar por la montaña”. Durante años se dedicó al atletismo, con varias marcas de 13’57’’ en los 5.000 metros, además de competir en pista, cross, triatlón blanco y esquí en las modalidades de descenso, gigante y fondo. Eso fue antes de involucrarse en un prometedor proyecto que pretendía poner en marcha en Riaño una escuela de guías de montaña a nivel nacional.
Él fue uno de los escasos graduados antes de que trasladasen la escuela a la localidad oscense de Benasque, y vivió en primera persona los sucesivos proyectos frustrados de construir la estación de esquí de San Glorio. Su destino le esperaba en Vegabaño, donde a la vez que Tomás Fernández, del Refugio Vega de Urriellu, se convirtió en uno de los pioneros de poner en marcha los refugios de montaña, que hasta entonces apenas contaban con un guarda y servicios mínimos.
Hoy Vegabaño cuenta con 35 plazas de alojamiento compartido, baños, calefacción y chimenea de leña, conexión telefónica (siempre que la cobertura lo permita) y servicios de comida y bebida. “Al refugio viene sobre todo gente de montaña y senderistas. Esto no es un hotel, duermes en literas, colchoneta con colchoneta, y no sabes a quién puedes tener al lado”, señala recordando que los refugios de montaña, según la normativa, son “instalaciones deportivas de servicio público”.
En toda la provincia de León, sólo ellos y el refugio de Collado Jermoso están homologados (a nivel regional existen dos más en Ávila), si bien este último tuvo un increíble repunte de turistas en 2008, cuando el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, lo eligió como destino veraniego. “El turismo este año ha dado un bajón terrible en todas partes. Aquí al menos no arriesgamos en exceso en las compras de provisiones, porque tenemos acceso con todoterreno a Oseja, pero en Collado Jermoso tienen que portear todo el material con helicóptero una vez al año, en un desplazamiento que viene desde Andorra y Jaca para todos los refugios de Picos donde no se llega con caballería, y hacer previsiones es tremendamente difícil”, explica.
Ante la caída de visitantes, Julián y Nuria se han visto obligados a organizar multitud de actividades como esquí, cartografía, iniciación a la travesía, orientación en el medio natural, escalada en roca y hielo o ‘trekking’, brindando a los clientes la posibilidad de desplazarse a otros países y ofreciéndoles la oportunidad de realizar recorridos en velero por los Canales Patagónicos y Tierra del Fuego.
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Refugio de Vegabaño en Picos de Europa.
(Foto: Eduardo Margareto / Ical) |
Una familia mañosa
Pese a los inevitables “problemas logísticos” que conllevan nevadas de más de un metro de altura que son habituales en los inviernos de Vegabaño, Julián confiesa que toda la familia “es de la nieve” y está acostumbrada a ella hasta el punto de que no les supone un contratiempo: “Tenemos una casa alquilada en Soto para los peores meses del año, pero la vamos a dejar. Noviembre y diciembre son los meses más duros, porque el refugio está en la ladera norte y no le da el sol. Es habitual que aquí estés a diez bajo cero y cien metros más allá, donde está dando el sol, haya siete sobre cero”.
Según comenta, no es raro ver cómo el mercurio del termómetro se sitúa en 36 grados bajo cero “cuando un anticiclón se prolonga durante dos semanas, porque estamos en una umbría y al lado de un río”. Pese a todo, “el mayor trastorno es que se hiele el agua de las tuberías, porque el sistema de calefacción funciona con agua y te quedas sin presión”.
Mientras Julián coordina las actividades del refugio, Nuria da rienda suelta a sus notables habilidades plásticas. Madrileña “de pura cepa”, formada en Artes Aplicadas y Oficios Artísticos, cita a sus padres cuando le preguntamos cómo acabó en un paraje tan contrapuesto a la rutina urbanita de la capital de España: “Ellos venían a veranear aquí cuando yo era pequeña, así que la culpa de que hoy esté aquí supongo que es de ellos, en definitiva”, confiesa con una sonrisa.
Son muchos ya los volúmenes que, como el ‘Atlas fotográfico de los hongos de la Península Ibérica’ (Celarayn, 2004), se ha ocupado de ilustrar con todo lujo de detalle. Ilustraciones para libros, técnicos o infantiles, y para portadas como la de ‘La memoria del Grajero’ (Asociación Pozo Grajero, 2008), donde Julián es coautor, que compagina sin descanso con la creación de esculturas, murales inspirados en la naturaleza, diseños de camisetas, postales, decoración de mobiliario o de cualquier otro tipo de elemento imaginable. “El refugio para vivir no da. Si tuviéramos vacas…”, desliza Julián.
Lo que no falta, pese a la caída de visitantes, es la alegría y la vitalidad que desprenden sus dos retoños. Tanto Dobra Ibai como Vega tienen desde sus propios nombres mucho que ver con el entorno natural que les rodea (Ibai significa río en euskera). El niño no se despega de la ‘Guía de los mamíferos en España’ (Lynx Ediciones, 2005), que le sirve para repasar en voz alta la amplia nómina de ejemplares que ha visto en carne y hueso por los alrededores de su casa: “El chivo montero, las liebres, el corzo, el jabalí, las ardillas… He visto todos y me gustan todos”, recita despierto mientras su padre sentencia: “Al niño le gustan los animales por morir, pero aún no vio al lobo ni al oso”, ante lo cual el niño aclara enseguida: “¡Pero mi padre sí los ha visto!”.
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Nuria junto a sus dos hijos, Vega y Dobra Ibai,
en el refugio. (Foto: Eduardo Margareto / Ical) |
El amenazado oso pardo (“toda la vida aquí hubo mucho oso; ahora por ahí anda, pero es muy malo de ver”, explica Julián), el temido y denostado lobo (“ahora hay una pareja que no cría pero que mata todo lo que hay por la zona”, concreta), el corzo, el zorro, la garduña, el gato montes, el ratón de campo, el rebeco, el ciervo, diferentes clases de topillos, musarañas, tejones, nutrias, martas, ardillas o jabalíes son algunos de los animales que, junto a toda clase de aves, pueblan los alrededores.
"¡Me van a traer una cabra los Reyes!"
“¡Me van a traer unas cabras los Reyes!”, apostilla Dobra antes de que su hermana añada: “¡Y a mí una potra!”. “Lo que más envidio de los niños es la infancia que están teniendo”, asegura Julián, testigo goloso del “contacto directo” que sus hijos viven con la naturaleza. “Yo nací en un pueblo, que puede parecer lo mismo pero no tiene nada que ver con la experiencia que ellos están disfrutando”, recalca sin aludir al primitivo chozo de pastores que ha construido para los pequeños con troncos de árbol y retama.
Pese a tan peculiar y envidiable infancia, sin televisión ni distracciones artificiales, Dobra Ibai no se está resintiendo en su escolarización (“éste se adapta a todo”, subraya orgulloso su padre). El problema inmediato al que sí deben hacer frente es sufragar el constante gasto económico que supone trasladar cada día al chico al colegio en Oseja. “Si sumas cuatro trayectos al día, te encuentras con unas cantidades diarias de unos 17 euros, que ya suponen todo un contratiempo, y la niña ponto empezará a ir también. Como esto siga así les tendré que llevar en caballo”, asegura tras reconocer que al menos este año ha recibido una pequeña ayuda de la Junta de Castilla y León. “Esto de tener hijos es caro, y en un desierto más”, sentencia.