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domingo, 6 de octubre de 2013

Letras de recuelo

Juan Díaz-Caneja, padre del pintor, no fue gran novelista, pero sí un decoroso ensayista, a la vez que profuso autor de literatura viajera, que él prefería llamar excursionista. Cela se apropió de sus contraseñas del vagabundaje divergente.

Una de las pocas imágenes de Juan Díaz-Caneja
ERNESTO ESCAPA, 06/10/2013

Juan Díaz-Caneja Candanedo (1877-1948) responde al perfil del escritor secundario triturado por el olvido. De su copiosa obra, que toca la sociología, la novela y los textos viajeros, apenas se han reeditado Vagabundos de Castilla (1985), Paisajes de Reconquista (2003, por el ayuntamiento de Oseja de Sajambre) y El misterio de Aguilar y otros relatos de montaña (2006). Nació en León cuando su padre era secretario de la Diputación. La madre procedía de Sotillos, junto a Cistierna. Seis años después, su padre se traslada con el mismo cargo a Palencia, cuya diputación es de rango inferior. Algún biógrafo explica esta mudanza por la incomodidad que ocasionan sus ideas liberales en la ciudad del Bernesga. Pero el Carrión no parece un destino más acogedor. En realidad, su salida se deriva de la compra del palacio de los Guzmanes al conde de Peñaranda para sede de la corporación provincial, un trámite en el que no dejó meter la cuchara. En Palencia hizo los estudios secundarios y cursó derecho en Oviedo, donde era alceraturaalde su padrino Domingo Díaz-Caneja. Heredó el título pontificio de marqués de Sajambre.

DE PICOS A CAMPOS

Como novelista, prendió sus historias sentimentales más bien rutinarias del paisaje de los Picos de Europa. A ese imán responden La cumbre (1908) y Verde y azul (1927), que subtitula Poema de Montaña. Pero en esta novela aparece ya la Tierra de Campos, con su seducción de horizontes abiertos y una paleta de malvas, ocres y verdes. Se produce un enriquecimiento del macizo de la memoria, que incorpora al turbión de los torrentes y quebradas de Sajambre los matices de la llanura. La cumbre (1908) es su mejor novela. La acción, de una simpleza previsible y melodramática, aparece amortiguada por el culto a la belleza de los paisajes, que no solo se describe con minucia, sino que también se pregona con reiteración. El escenario es el valle de Sajambre y la villa de Oseja, abanderada por la eminencia totémica de Pica Ten, se llama Arcenorio. Verde y azul (Espasa, 1927) reincide en el mismo marco y su anécdota resulta igual de insignificante. Va prologada por Enrique de Mesa, que resolvió el compromiso con los tópicos de un canto a la amistad y un poema serrano. La protagonista es hija de un viejo lobo de mar y de una irlandesa, transita los Picos de Europa, tienta la galerna y asoma al mar de Campos, seducida por su joyero de casonas, palacios y polvo de historia. La novela breve Vuelve a mí tus ojos (1934) encuentra inspiración en la música.

LA MAGIA DE LA MONTAÑA

La vertiente viajera de Caneja se estrena con Cumbres palentinas (1915), que hace la crónica institucionista de la cuerda cantábrica entre el Espigüete y el Curavacas. Su relato combina la historia y el paisaje, el nutriente legendario y la plática distendida. Ahí reside su paraíso perdido: el secreto de los ventisqueros y la magia de los bosques impenetrables. Paisajes de Reconquista (1926) recorre el valle del Sella, desde el Pontón hasta su villa marinera. Lleva prólogo de su condiscípulo Ramón Pérez de Ayala. Después de la guerra, Estampas montañesas (1942) actúa como lenitivo de la desolación. Nuevas jornadas por Fuentes Carrionas impulsan el recuerdo de lo visto décadas antes y la comparación entre una y otra travesía. Permanece el ensueño de los paisajes y su propensión a situar en aquellos escenarios relamidas historias sentimentales, como el seductor encuentro con las janas. Pero ese lirismo no silencia el relato de bárbaras historias montañeras de caza, que brotan de un potente sustrato popular. A esa cuerda se suma el rescate reciente de El misterio de Aguilar.

El libro de Caneja que mejor ha aguantado el paso del tiempo es Vagabundos de Castilla (1903), una joya solanesca sobre los tropeles de mendigos nómadas, sorbida con provecho por Cela (que reproduce, sin mencionarlo, su lenguaje de grafismos) y muy apreciada por Baroja. En sus páginas, hace acopio de datos sobre la marginalidad, que disecciona con humor y benevolencia. Sus protagonistas habitan el barrio fluvial de los batanes palentinos, donde fue a parar el recuelo de una emigración que despierta con el malestar del regeneracionismo. La guerra lo pilló en Madrid, de donde lo sacó en 1938 su hijo el pintor. Ya en Palencia, el renombre de su trayectoria y el abrigo familiar le ayudaron a pasar el trago, aunque no sin molestias. De nuevo en Madrid, el palentino Afrodisio Aguado (editor de Galdós, pionero del género de las guías turísticas y abuelo del actual consejero de Sanidad) le publica en 1942 Joseph el santero, otro puñado de historias montañesas dictadas por la nostalgia. Luego participa en un serial de Radio Madrid, Nueve millones, que Afrodisio publica como libro, junto a Cela, Concha Espina, Calvo Sotelo, Carmen de Icaza, Concha Linares, la mujer abandonada de Edgar Neville o el académico Astrana Marín. Fueron dieciocho los autores de aquel alarde de lujo en lo más sombrío de la menesterosa posguerra. Un cáncer de próstata lo retiró a Pozo de Urama, junto a Cisneros, donde murió a finales de julio de 1948, mientras su hijo penaba rebeldías en el presidio de Ocaña.



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